25.8.14

Carlos Castán: «Wingfield», de Tobias Wolff

(Birmingham, Alabama, 1945)

Hunters In The Snow
(1982)
«Wingfield» pertenece al libro Cazadores en la nieve, publicado en España por Alfagura en 1989 en versión castellana de Maribel de Juan, siete años después de que apareciese el original, Hunters in the snow. Los doce cuentos que lo componen forman una de las colecciones de relatos más brillantes y perturbadoras que han caído en mis manos desde entonces. Y estamos hablando de un cuarto de siglo de lecturas y búsquedas.

En «Wingfield» Tobias Wolff nos habla de tres amigos (Parker, el narrador y el propio Wingfield) que se han conocido en un campamento militar de preparación para la entrada en combate que finalmente acabará teniendo lugar en el delta del Mekong. Nos cuenta la llegada al centro de instrucción, los ejercicios de orden abierto, el infantil asombro ante la arbitrariedad y las formas de una vida militar recién estrenada. Para ello el autor de Alabama utiliza un lenguaje preciso, pero simple y cándido porque, de alguna manera, es siempre un niño el que con la boca abierta, se ve sumido por primera vez, sin tiempo para digerirlo, entre los muros de un cuartel con toda su confusión de órdenes, banderas y armamento. El desvalimiento apático de Wingfield ―que se quedaba dormido mientras se afeitaba o a mitad de pintar un zócalo― no puede ser descrito de forma más magistral ni con mayor economía de medios: «A Wingfield, antes de que los militares se hicieran cargo de él, le habían mantenido vivo en algún lugar de Carolina del Norte» (p. 175). La frase no puede ser más sencilla y, sin embargo, hay todo un pasado metido en ella. Una vida, podríamos decir. Es tan solo un botón de muestra de lo que en general hace Wolff con sus personajes. Con apenas un par de pinceladas, con una mirada sobre ellos, a veces de soslayo, con frecuencia disfrazada de ingenuidad pero siempre certera e implacable, señala quiénes son, es decir, qué se limitan a ser frente a todo cuanto ellos pretenden y desean. Contra su voluntad y toda su maquinaria de autoengaño, por compleja que sea, muestran su pobre ser, su «eso es todo» en pequeños detalles que el autor convierte en toneladas cayendo a peso desde alguna parte.

Llega la hora del fuego real y los amigos son separados. Acaba la guerra y se distancian más. Por alguna razón el narrador da por supuesto que Wingfield tiene necesariamente que estar muerto, dada su torpeza y su desvalimiento. Cuando el narrador recibe la visita de Parker han pasado unos cuantos años. «Seguía siendo alegre pero de una forma más suave y más lenta, como un tío jovial del muchacho que había sido» (p. 179), así expresa Wolff el paso del tiempo. La visita había pretendido ser como quien no quiere la cosa, disfrazada de casual, y con ese mismo fingimiento el narrador deja para el final, cercano el momento de la despedida al lado ya de los coches, la pregunta por la suerte de un Wingfield para quien no había concebido otro destino que la muerte en combate a las primeras de cambio. Pero Parker le dice que está vivo, que lo vio durmiendo hace seis meses en el banco de una estación de ferrocarril ―«Era Wingfield sin la menor duda. Tenía la boca abierta»―. Y eso es todo. Por el camino nos hemos sumergido en la soledad de quien lleva la voz narradora ―su vida como suma de renuncias, acaso como todas las vidas― y en general en un mundo urdido a base de derrotas que a duras penas ocultan los hijos en los brazos, los días de pesca, las cervezas compartidas bajo las estrellas.

Los visitantes ―Parker y familia― se van. El narrador se queda solo, recoge las sobras de carne de la barbacoa y se las da a su perro. No me resisto a citar el último párrafo completo, lo he leído cientos de veces y sé que lo haré otras tantas mientras siga vivo:
«Abrí una botella de vino y salí al jardín. Las brasas de carbón de la barbacoa silbaban y se encendían cuando el viento jugaba sobre ellas, llevándose el humo en apretadas espirales. Noté las alas de los murciélagos pasar por encima de mi cabeza, dando vueltas en la oscuridad. como un soldado de permiso, como un muchacho que no sabe nada de nada, como un individuo despreocupado e inconsciente, bebí por ellos. Luego bebí por los grillos, las langostas y las cigarras que cantaban tan fuerte que parecía que la propia tierra estuviese roncando. Bebí por la tierra roncadora, por los ojos cerrados de la luna, por los árboles que se inclinaban y suspiraban: hasta que, ya soñando, caí de espaldas sobre la manta.»
Puedes leer «Wingfield»


(Barcelona, 1960)

Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, ciudad en la que ha transcurrido gran parte de su vida. En la actualidad reside en Huesca, donde trabaja como profesor de enseñanza secundaria. Su última obra publicada es la novela La mala luz (Destino, 2013), pero es en el campo del cuento donde el autor ha labrado su prestigio, con libros de relatos como Frío de vivir (Onagro, 1997; Salamandra, 1998), objeto de una excepcional acogida por parte de la crítica y traducido a varios idiomas; Museo de la soledad (Espasa, 2000; Tropo, 2007) y Sólo de lo perdido (Destino, 2008). Ha participado en diversas antologías y ha publicado otros libros, como Polvo en el neón (Tropo, 2013), con fotografías de Dominique Leyva y textos de Castán en torno a los paisajes estadounidenses de la Ruta 66.